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Cometas en el cielo


Después del colegio, Hassan y yo nos reuníamos. Yo tomaba un libro y subíamos a una colina achaparrada que estaba en la zona norte de la propiedad de mi padre en Wazir Akbar Kan. En la cima había un viejo cementerio abandonado con hileras irregulares de lápidas anónimas y malas hierbas que inundaban los caminos de paso. Las muchas temporadas de nieve y lluvia habían oxidado la verja de hierro y desmoronado parte de los blancos muros de piedra del cementerio, en cuya entrada había un granado. Un día de verano, grabé en él nuestros nombres con un cuchillo de cocina: "Amir y Hassan, sultanes de Kabul". Aquellas palabras servían para formalizarlo: el árbol era nuestro. Después del colegio, Hassan y yo trepábamos por las ramas y arrancábamos las granadas de color sangre. Luego, nos comíamos la fruta, nos limpiábamos las manos en la hierba y yo leía para Hassan.

Él, sentado en el suelo y con la luz del sol, arrancaba con expresión ausente briznas de hierbas mientras yo le leía historias que él no podía leer por sí sólo. Que Hassan fuera analfabeto era algo que estaba decidido desde el mismo momento de su nacimiento, tal vez incluso en el mismo instante en que había sido concebido. Al fin y al cabo ¿Qué necesidad tenía de palabra escrita un criado? Pero a pesar de su analfabetismo, o tal vez debido a él, Hassan se sentía arrastrado por el misterio de las palabras, seducido por aquel mundo secreto que le estaba prohibido. Le leía poemas y relatos, y alguna vez adivinanzas, aunque dejé de hacerlo en cuanto constaté que él era mucho mejor que yo solucionándolas.
[...]

Un día de julio de 1973 le gasté una broma a Hassan. Estaba leyéndole y, de repente, me aparté del relato escrito. Simulé que seguía leyéndole el libro, pero había abandonado por completo el texto, había tomado posesión de la historia y estaba creando una de mi propia invención. Hassan, por supuesto, no se daba cuenta de lo que sucedía. Para él, las palabras eran puertas secretas y yo tenía las llaves de todas ellas. Después, cuando con un nudo en la garganta provocado por mi risa le pregunté si le gustaba el relato, Hassan empezó a aplaudir.
-¿Qué haces?-dije.
-Es la mejor historia que me has leído en mucho tiempo- contestó sin dejar de aplaudir.
Yo me eché a reir.
-¿De verdad?
-De verdad.
-Es fascinante- murmuré. Yo también lo creía. Aquello era... totalmente inesperado-. ¿Estás seguro, Hassan?
Él seguía aplaudiendo.
-Ha sido estupendo ¿Me leerás más mañana?
-Realmente fascinante- repetí, casi falto de aliento, sintiéndome como quien descubre un tesoro enterrado en su jardín. Hassan estaba preguntándome algo en aquel instante.
-¿Qué?- inquirí.
-¿Qué significa "fascinante"?- Me eché a reir. Lo estrujé en un abrazo y le planté un beso en la mejilla.
-Eres un príncipe, Hassan. Eres un príncipe y te quiero.

Aquella misma noche escribí mi primer relato. Me llevó media hora. Se trataba de un cuento sobre un hombre que encontraba una taza mágica y descubría que, si lloraba en su interior, las lágrimas se convertían en perlas. Sin embargo, a pesar de haber sido un hombre pobre, era un hombre feliz y rara vez soltaba una lágrima. Entonces buscó maneras de entristecerse para que de ese modo sus lágrimas le hicieran rico. A medida que aumentaba las perlas, aumentaba su avaricia. La historia terminaba con el hombre sentado encima de una montaña de perlas, llorando en vano en el interior de la taza.

En "Cometas en el Cielo" de Khaled Hosseini, Salamandra, 2003. Pp. 36 a 39.

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